En comparación con otros órdenes jurisdiccionales, el proceso penal, en tanto expresión del mecanismo por medio del cual el estado de derecho ejercita el “ius puniendi”, está dotado de una serie de principios y garantías procesales que, aunque parcialmente compartidos con el resto de órdenes, cobran acento y mayor relevancia en lo que tiene que ver con la probanza de los hechos objeto de enjuiciamiento. El fundamento de todo ello es la necesidad por parte del estado democrático de derecho de salvaguardar los derechos fundamentales del ciudadano procesado, de tal manera que la limitación de los mismos, que potencialmente puede tener lugar tras la imposición de las penas consecuencia de la aplicación del “ius puniendi” se produzca, solo después de que el juzgador haya podido concluir acerca de la existencia de los hechos delictivos cometidos con el mayor grado de certeza posible; y ello no solo a fin de evitar condenas injustas, que conllevan privaciones de derechos fundamentales injustas, también a fin de que dichas privaciones de derechos (penas), en caso de ser impuestas, se acomoden con la mayor precisión y proporcionalidad posibles en relación a la entidad y gravedad de los hechos cometidos. Tanto es así que nuestra Constitución de 1.978 recoge, dentro de su Artículo 24.2 todo este elenco de garantías y principios del proceso penal con el rango de derecho fundamental. Sin duda el diseño de nuestro actual proceso penal, y en concreto de sus garantías probatorias, tiene materia constitucional y origen[1] jurídico en dicho precepto.
Puede decirse que si hipotéticamente hubiera de elegir, nuestro derecho prefiere absolver a un culpable, que condenar a un inocente.
Estos principios y garantías que seguidamente veremos, velan porque las eventuales condenas sean exclusivamente impuestas sobre el enjuiciamiento de hechos que hayan podido acreditarse más allá de toda duda razonable, y tras haber superado la contradicción de las alegaciones y medios de prueba de descargo que, en condiciones de igualdad, la defensa del procesado haya esgrimido libremente en el marco del plenario.
En primer lugar debemos referirnos a la presunción de inocencia como principio “pilar” del proceso penal, más aún en lo que a la regulación de la materia probatoria se refiere. Este principio básico comporta unas especiales normas de carga de la prueba en el aludido proceso. Así pues, recae sobre las partes acusadoras la obligación de probar los hechos constitutivos del tipo penal objeto de enjuiciamiento, puesto que no cabe la imposición de condena si no se consigue enervar, previamente, la susodicha presunción. Será por tanto tarea de la defensa la de proponer y utilizar los medios de prueba necesarios para acreditar el resto de hechos, y más concretamente los hechos de descargo encaminados a desvirtuar los hechos constitutivos objeto de acusación; ya sea en el sentido de probar su inexistencia de los anteriores, o dirigidos a la probanza de otros hechos impeditivos, extintivos o excluyentes de los anteriores.
El principio “in dubio pro reo” podría decirse, con las oportunas salvedades [2] que es una extensión del principio de presunción de inocencia. Así, si el anterior exige la existencia de una actividad probatoria de cargo para tener por acreditados los hechos delictivos, éste exige que además que dicha actividad sea “suficiente” en el sentido de que la misma permita constatar la existencia de los hechos constitutivos de la infracción más allá de toda duda razonable.
El principio de contradicción impone la confrontación dialéctica de la defensa con respecto a toda actuación que tenga que ver con la obtención y práctica de las pruebas. Requisito tendente, una vez más, a intentar garantizar, que el juez que imponga una pena, lo haga solo tras la valoración de la existencia y veracidad de los hechos constitutivos de delito con el mayor grado de certeza y seguridad posibles. En un sentido práctico excluye del juicio las pruebas que no sean sometidas a contradicción e impone la asistencia y confrontación dialéctica de las partes con respecto a la obtención y práctica de cada una de ellas.
El principio de inmediación pretende conseguir la relación y percepción más estrechas posibles entre el juez sentenciador, los medios de prueba y su valoración. De ahí que deba estar presente en la práctica de las pruebas, y nadie puede sustituirlo en la valoración de las mismas y el dictado de la correspondiente sentencia.
Finalmente los principios de concentración, oralidad y publicidad son garantías procesales esenciales en materia probatoria que exigen que la práctica de la prueba se lleve a cabo en el plenario, a ser posible en un mismo acto, que se excluya el carácter escrito en la práctica de las pruebas y su contradicción dialéctica respecto de las mismas, y finalmente que los procesos donde se practiquen sean públicos.
Como hemos avanzado ya, la integración de los anteriores principios y garantías se encuentran en el Artículo 24.2 CE. No obstante, en gran medida estos principios eran ya informadores del proceso penal antes de su proclamación, al menos desde la vigencia de la LeCrim de 1882, teniendo gran relevancia a este respecto la transformación del ordenamiento jurídico español cuando pasó de sistema inquisitivo al sistema “acusatorio” o “mixto” actual. Encontramos huellas de esta evolución – aunque venía dándose desde antiguo – en la propia exposición de motivos de la LeCrim de 1882 la redactada por el Ilustre jurista Manuel Alonso Martínez, donde expresamente se consagran con carácter definitivo en el proceso penal los principios de publicidad, oralidad, igualdad de armas, contradicción e inmediación, admitiendo el legislador que dicha integración ya había venido produciéndose, más tibiamente, en las décadas precedentes. La regulación del “derecho a la presunción de inocencia” y el principio “in dubio pro reo”, están implícitamente regulados en la LeCrim actual (Libros III y IV), y ello con independencia de su especial tratamiento que ha podido variar con las sucesivas modificaciones de la norma, cuestión que no es objeto del presente comentario. También encontramos su espíritu en otras normas procesales, como Ley 5/1995 del Tribunal del Jurado (Véase el Cap. IV y el Artículo 54 entre otros).
En lo que respecta a la presunción de inocencia, si bien ya hemos adelantado que la misma está recogida como derecho fundamental en el Artículo 24.2 CE, la misma también está reconocida en los distintos instrumentos internacionales en materia de derechos humanos. Así:
– Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948), cuyo artículo 11.1 establece que: «toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad»;
– Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), cuyo artículo 14.2 dispone que: «toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley»
– Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950), cuyo artículo 6.2 proclama que: «toda persona acusada de una infracción se presume inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente establecida»
En nuestro sistema jurídico opera como una doble regla de “tratamiento” y de “juicio”, en los términos expresados por la STC 128/1995 de 26 de julio «opera en el seno del proceso como una regla de juicio; pero constituye a la vez una regla de tratamiento, en virtud de la cual el imputado tiene el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o no participe en hechos de carácter delictivo».
Similares conclusiones extraemos del principio “in dubio pro reo”, contemplado en el Artículo 24.2 CE, y implícito en la regulación del enjuiciamiento y práctica de las pruebas en las leyes procesales españolas en similares términos al derecho fundamental a la presunción de inocencia. No obstante a lo anterior, debe admitirse que el citado principio, merced de su regulación implícita en las normas procesales, es un principio de construcción eminentemente jurisprudencial, habiendo sido la doctrina quien ha ido delimitando el contenido del mismo y su funcionalidad en lo que a la materia probatoria se refiere. El principio de contradicción sin embargo, derecho subjetivo igualmente con rango de derecho constitucional inspirador del proceso penal, se observa nítidamente regulado en el Artículo 741 LeCrim: “El Tribunal, apreciando, según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio, las razones expuestas por la acusación y la defensa y lo manifestado por los mismos procesados, dictará sentencia dentro del término fijado en esta Ley.”
En lo que respecta al principio de inmediación, podemos aseverar que se trata de un principio compartido con otros órdenes jurisdiccionales, y específicamente con el orden civil. Su regulación la hallamos como derecho subjetivo dentro del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, desarrollado en la LOPJ (Título III Libro II), en la Ley de Enjuiciamiento Civil (de aplicación supletoria), así como implícito en la propia LeCrim, en su articulado relativo a la fase de enjuiciamiento y práctica de las pruebas de los distintos procesos penales, en el mencionado Artículo 741 LeCrim.
Los principios de concentración, oralidad y publicidad emanan igualmente del derecho fundamental del Artículo 24.2 CE y son expresión de las más antiguas garantías procesales del estado liberal, en defensa de los derechos del ciudadano frente a los abusos del poder ejecutivo. Ya hemos adelantado que tales principios se asentaron en nuestro ordenamiento con la proclamación de la actual LeCrim en 1882, pudiendo destacar al respecto su artículo 741, antes mencionado, pero inspirando toda la regulación sobre el enjuiciamiento y práctica de las pruebas.
José Ignacio Antolín Esguevillas
Letrado colegiado en el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid
Miembro adscrito de las secciones de derecho penal y derecho bancario del ICAM
[1] Utilizamos la acepción “origen” en su sentido estrictamente jurídico como fuente de derecho y norma de rango supremo en nuestro ordenamiento, excluyendo por tanto el contenido temporal de dicho término, pues gran parte del actual contenido de la Ley de Enjuiciamiento Criminal es mucho más antiguo que la propia Constitución Española.
[2] La doctrina del Tribunal Constitucional en su Sentencia 44/1989, de 20 de febrero, destaca que existe una diferencia sustancial entre el derecho a la presunción de inocencia, que desenvuelve su eficacia cuando existe una falta absoluta de pruebas o cuando las practicadas no reúnen las garantías procesales, y el principio jurisprudencial «in dubio pro reo» que pertenece al momento de la valoración o apreciación probatoria, y que ha de jugar cuando, concurrente aquella actividad probatoria indispensable, exista una duda racional sobre la real concurrencia de los elementos objetivos y subjetivos que integran el tipo penal de que se trate.